Pedro
siempre había tenido un carácter muy especial y difícil. Era un hombre callado
y huraño. No era una persona que agradara a los demás ni tan siquiera a los
suyos. Lo aguantaban, lo soportaban, pero porque no quedaba más remedio. Los
vecinos evitaban parar a su lado y lo saludaban con la cabeza gacha para no
tener que mantener la mirada. Pedro nunca había tenido amigos en su pueblo, ni
de joven ni ahora de mayor. El se daba cuenta de que la sociedad lo
discriminaba, el resto de la gente del pueblo hacían otra vida a la que él no
tenía casi ni permiso. Se juntaban en el bar del pueblo a jugar a las cartas
todas las tardes, tanto hombres como mujeres. El a veces se acercaba y miraba
de soslayo con cara de envidia. Ellos lo miraban y callaban las conversaciones
que mantenían. Tan solo Andrés, su vecino, que algunas veces le decía que
entrara, que él le enseñaba a jugar. Pero cuándo lo decía, los demás jugadores
de la mesa se levantaban y se marchaban, por lo que Andrés no volvió a decirlo
y cuándo lo veía mirar hacia ellos...el hacía como si no lo veía para evitar
tener problemas. Pedro tenía un carácter muy irascible pero nunca había llegado
a pasar nada con él. Los vecinos le decían a Andrés..."algún día pasara”.
Esa mirada...esos puños cerrados...siempre molestaron a los vecinos.
Aquella
tarde hacía una calma chicha. No se movía ni una hoja y el calor era
asfixiante. Muchos de los vecinos del pueblo estaban escapando del calor metiéndose
en sus casa o en el café, a la espera de que llegara la noche y pudieran a la
luz de la luna refrescarse con sus charlas amenas pasar lo que quedaba de día a
la fresca. Poco a poco fue ocultándose el sol. Pedro ese día estaba más extraño
de lo normal. Daba vueltas por el pueblo sudando y murmurando a veces en tono
elevado. En un momento dado, se dio un cabezazo contra un árbol. Estaba lleno
de ira y de odio. Andrés que lo vio se acercó a preguntarle si estaba bien y
que lo acompañaba al médico. Pedro lo miró durante un par de minutos, sin
pestañear. Andrés comenzaba a sentir miedo ante esa reacción, pero de pronto
Pedro le dio las gracias y se dio media vuelta. El hombre respiró y pensó..."Cualquier
día pasará algo...."
Pedro entró
en su casa después de pasear solo por el monte. Su madre lo vio entrar jadeando
y le dejó paso. El fue a la cocina y abrió todos los cajones. Fue al armario de
su padre y cogió la escopeta que usaba para cazar conejos. La madre lo vio salir
de casa y comenzó a gritar. Pero nadie la escuchaba.
La plaza
estaba llena de vecinos. Todos alrededor del bar charlando. Las mujeres
calcetando alrededor de la farola con los botijos llenos de agua helada. Las
charlas eran amenas y divertidas. El sol dejaba paso a la luna y con ello al
fresco. Era la hora en la que los vecinos se reunían para charlar
tranquilamente hasta altas horas de la madrugada. Pedro los miró desde lejos y
comenzó a avanzar con la escopeta cargada. Comenzaron a escucharse tiros y
gritos, la gente corría y tropezaban unos con otros. Había gente en el suelo.
Pero miró a Andrés y lo apunto con la escopeta. La bajó lentamente y susurró
"Malditos demonios que llevo dentro, a tú no....". La plaza estaba en
silencio. En el suelo había cinco o seis cadáveres. Pero sus demonios le decían
que aún no había terminado.
Cuando el río suena... agua lleva...
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