Sus manos arrugadas y la piel que colgaba de su cuello eran los
delatores de su edad. Todos le llaman abuela cariñosamente, aunque su nombre
era Carmela. Mujer sábia y culta, había tenido una vida muy intensa y dura.
Desde muy pequeña su máxima aspiración había sido ser maestra. Y lo consiguió,
a pesar de la época en la que le tocó vivir. Fue una mujer moderna para sus
tiempos, dio clases en un colegio y crió a sus hijos. Se casó con su primer
novio, Manuel, y tuvieron dos hijos, Carmen y Manuel. Era un matrimonio
ejemplar, el vecindario los quería mucho ya que intentaban siempre ayudar a
todo el mundo. Don Manuel, hombre tierno y cariñoso, dedicado de lleno a su
familia, era un hombre justo y ecuánime, dedicado a las leyes. Los niños eran
dos soles, rubios como su madre, charlatanes y dicharacheros, alegres y
risueños. Eran la familia perfecta que Carmela y Manuel habían construido a
imagen y semejanza.
Un día lluvioso y gris, la tragedia se
cernió sobre la familia de Carmela. Manuel había ido ese día a buscar a sus
hijos al colegio en el coche. Un coche que venía de frente, derrapó en una de
las curvas y el coche chocó con el de Manuel. Nadie salió vivo de esa tragedia.
Manuela se enfrentó con dignidad y aplomo a los avatares de la vida. Pero en
soledad la tristeza y el llanto la embargaban hasta la mismísima locura. Fueron
años muy duros en los que pensaba enloquecer. Nada le daba consuelo ni nadie conseguía
mitigar su pena. Se dedicó de lleno a su trabajo y a ayudar a sus alumnos en
todo lo que podía y más. Pasaba las horas en la escuela deseando que la noche
no llegara nunca para no tener que volver a su casa, vacía y llena de
ausencias.
Pero el tiempo fue el único que fue capaz
de aflojar ese llanto permanente. Se quedó seca de tanto llorar y decidió
continuar con la vida que Dios le había marcado, aunque sus deseos eran
juntarse de nuevo con ellos, esperaría pacientemente ese día.
Y ese día parecía que se alargaba más de
lo previsto. Carmela tenía ya 92 años y seguía siendo una mujer activa en todos
los sentidos. Cuándo se jubiló, decidió que ahora era el momento de poder
enseñar a los hijos de sus vecinos que se vieran necesitados. Y así comenzó su labor,
comenzó dando clases a los niños y terminó enseñando a los mayores a leer y escribir.
Era una mujer admirada y respetada por todo el mundo, había vivido toda su vida
suspirando por sus ausencias, por su familia, por los suyos, con una entereza y
elegancia digna de una gran mujer. Siempre decía que la muerte se había cebado
con ellos pero que nadie tenía la culpa de lo que a ella le había acontecido,
debía de respetar las alegrías de los demás y no hacerles participes de sus
penas.
Murió como vivió. Con elegancia y respeto
hacia los demás. Dando sus clases nadie se percató de que doña Carmela se había
ido a sentar a su sillón, al sillón de su amado marido y abrió entre sus manos
arrugadas El libro del buen amor, del Arcipreste de Hita. El libro preferido de
su marido. Apoyó la cabeza y se dio cuenta de que había llegado su momento, el
momento de reunirse con los suyos. Mientras...las risas de sus alumnos inundaban
el salón de su casa.
La vida no se ha hecho para comprenderla, sino para vivirla.
Jorge Santayana (1863-1952) Filósofo y escritor
español.
Breve e intenso...
ResponderEliminarSaludos
Digna de admiración, Carmela, porque no todo el mundo ante semejante tragedia hubiese actuado de la misma manera...
ResponderEliminarEs cierto que la vida está para vivirla, pero a veces, cuesta entenderlo...
Besos.
Sentimental y bien narrada historia..
ResponderEliminarSuscribo lo que dice Don Bwana : bien narrada y emocional historia.
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