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martes, 29 de septiembre de 2015

AUSENCIAS

Sus manos arrugadas y la piel que colgaba de su cuello eran los delatores de su edad. Todos le llaman abuela cariñosamente, aunque su nombre era Carmela. Mujer sábia y culta, había tenido una vida muy intensa y  dura. Desde muy pequeña su máxima aspiración había sido ser maestra. Y lo consiguió, a pesar de la época en la que le tocó vivir. Fue una mujer moderna para sus tiempos, dio clases en un colegio y crió a sus hijos. Se casó con su primer novio, Manuel, y tuvieron dos hijos, Carmen y Manuel. Era un matrimonio ejemplar, el vecindario los quería mucho ya que intentaban siempre ayudar a todo el mundo. Don Manuel, hombre tierno y cariñoso, dedicado de lleno a su familia, era un hombre justo y ecuánime, dedicado a las leyes. Los niños eran dos soles, rubios como su madre, charlatanes y dicharacheros, alegres y risueños. Eran la familia perfecta que Carmela y Manuel habían construido a imagen y semejanza.

Un día lluvioso y gris, la tragedia se cernió sobre la familia de Carmela. Manuel había ido ese día a buscar a sus hijos al colegio en el coche. Un coche que venía de frente, derrapó en una de las curvas y el coche chocó con el de Manuel. Nadie salió vivo de esa tragedia. Manuela se enfrentó con dignidad y aplomo a los avatares de la vida. Pero en soledad la tristeza y el llanto la embargaban hasta la mismísima locura. Fueron años muy duros en los que pensaba enloquecer. Nada le daba consuelo ni nadie conseguía mitigar su pena. Se dedicó de lleno a su trabajo y a ayudar a sus alumnos en todo lo que podía y más. Pasaba las horas en la escuela deseando que la noche no llegara nunca para no tener que volver a su casa, vacía y llena de ausencias.

Pero el tiempo fue el único que fue capaz de aflojar ese llanto permanente. Se quedó seca de tanto llorar y decidió continuar con la vida que Dios le había marcado, aunque sus deseos eran juntarse de nuevo con ellos, esperaría pacientemente ese día.

Y ese día parecía que se alargaba más de lo previsto. Carmela tenía ya 92 años y seguía siendo una mujer activa en todos los sentidos. Cuándo se jubiló, decidió que ahora era el momento de poder enseñar a los hijos de sus vecinos que se vieran necesitados. Y así comenzó su labor, comenzó dando clases a los niños y terminó enseñando a los mayores a leer y escribir. Era una mujer admirada y respetada por todo el mundo, había vivido toda su vida suspirando por sus ausencias, por su familia, por los suyos, con una entereza y elegancia digna de una gran mujer. Siempre decía que la muerte se había cebado con ellos pero que nadie tenía la culpa de lo que a ella le había acontecido, debía de respetar las alegrías de los demás y no hacerles participes de sus penas.

Murió como vivió. Con elegancia y respeto hacia los demás. Dando sus clases nadie se percató de que doña Carmela se había ido a sentar a su sillón, al sillón de su amado marido y abrió entre sus manos arrugadas El libro del buen amor, del Arcipreste de Hita. El libro preferido de su marido. Apoyó la cabeza y se dio cuenta de que había llegado su momento, el momento de reunirse con los suyos. Mientras...las risas de sus alumnos inundaban el salón de su casa.

La vida no se ha hecho para comprenderla, sino para vivirla.

Jorge Santayana (1863-1952) Filósofo y escritor español.

4 comentarios:

  1. Digna de admiración, Carmela, porque no todo el mundo ante semejante tragedia hubiese actuado de la misma manera...
    Es cierto que la vida está para vivirla, pero a veces, cuesta entenderlo...
    Besos.

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  2. Sentimental y bien narrada historia..

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  3. Suscribo lo que dice Don Bwana : bien narrada y emocional historia.

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